Nací en el seno de una humilde familia llamada cristiana. En mi niñez me encantaba asistir a la iglesia de mi pueblo y servir en los diferentes servicios religiosos que allí se hacían. El sacerdote, muy querido por todos, nos invitaba a participar como monaguillos a los más jovencitos. Nos enseñó el catecismo, a rezar las oraciones de la iglesia, a confesar nuestros pecados,… Nos decía que de esa manera servíamos y agradábamos a Dios.
Y es por este deseo de agradarle que me apuntaba para participar en las actividades de la iglesia: tocaba las campanas y también las campanillas en la eucaristía, ayudaba a preparar las misas, pasaba la bandeja para recoger las ofrendas,…
En mi adolescencia seguía sintiendo ese deseo con tanto entusiasmo de manera que en semana santa me apuntaba para salir en las procesiones de mi pueblo. Por varios años me apunté a la llamada “banda de los armaos” para poder salir con mi trompeta. ¡Qué ilusión más grande cuando me dieron aquella capa roja con su águila grabada en la espalda, el casco con su cepillo, las botas con sus medias y la falda corta! Parecía un verdadero soldado romano.
Eran los días más felices del año. Me encantaba ir detrás de aquel paso de Cristo llevado para ser crucificado por los romanos. Sentía que en mi obediencia y servicio a Dios, hacía recordar a las gentes lo que un día en la historia había pasado en aquella ciudad de Jerusalén.
En mi juventud muchas de estas cosas quedaron en el olvido. Dejé los estudios, me puse a trabajar, me compré una moto… y a ¡disfrutar con mis amigos! Aunque recuerdo que, en una de estas salidas, uno de mis amigos tuvo un accidente con su moto y murió a sus 18 años… ¡Qué pena más grande fue para todos!
Un día conocí a una chica y recuerdo que el primer regalo que me hizo fue una Biblia. Pensé que era un poco extraño. Además me dijo que aquello era la palabra de Dios y que por medio de su lectura podía conocer cómo agradar a Dios de verdad. Me insistía que en este libro estaba su voluntad escrita para mi vida.
Empecé a leer el evangelio de Juan, y Dios decía allí: De tal manera he amado a este mundo que os he dado a mi hijo único, para que toda persona que en el crea no se pierda, sino que tenga vida eterna (Juan 3:16).
De tal manera he amado a este mundo que os he dado a mi hijo único, para que toda persona que en él crea no se pierda, sino que tenga vida eterna.
Seguí leyendo, y Dios me hablaba diciéndome:
En toda la humanidad no hay justo ni aun uno, no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios, no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno (Ro- manos 3:10-12). Yo pensaba… pero Señor, si yo no le he hecho nada malo a nadie, ¿cómo dices esto?
Cada versículo que leía era un golpe de Dios a mi corazón religioso.
Seguía leyendo y encontraba mucho más: Por cuanto todos hemos pecado estamos echados fuera de la gloria de Dios (Romanos 3:23). Más adelante Dios seguía hablándome: Yo he mostrado mi amor hacia vosotros, aunque sois pecadores Cristo murió por vosotros (Romanos 5:8).
Cada versículo que leía era un golpe de Dios a mi corazón religioso. Sin embargo, un día encontré un versículo leí: Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor y creyeres en tu corazón que Dios lo levanto de los muertos serás salvo, pues todo aquel que invocará el nombre del Señor será salvo (Romanos 10:9-13).
Pero, ¿y qué decía Dios en su palabra de mi servicio en las procesiones? Por un lado, leía los diez mandamientos: No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que esta arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, no te inclinaras a ellas ni las honrarás (Éxodo 20:4-5). Por otro lado: Los ídolos de ellos son plata y oro, obra de manos de hombres. Tienen boca, mas no hablan, tienen ojos, mas no ven; Orejas tienen mas no oyen, narices tienen mas no huelen; Manos tienen mas no palpan; No hablan con su garganta. Semejante a ellos son los que los hacen, y cualquiera que confía en ellos (Salmo 115:4-8).
Seguía leyendo, y Dios me mostraba otra vez:
Los formadores de imágenes de talla, todos ellos son vanidad y lo mas precioso de ellos para nada es útil; y ellos mismos son testigos de su confusión, de que los ídolos no ven ni entienden (Isaías 44:9).
Todo esto me hizo ver que durante mi vida había estado obedeciendo a los hombres, pero no estaba haciendo realmente la voluntad de Dios.
Desde aquel momento confesé mis pecados a solas con Dios, me arrepentí, le pedí a Dios que me perdonara y que me hiciera su hijo.
Cristo el Señor me salvó; dio paz y esperanza a mi vida, y la seguridad de la vida eterna.
Hoy puedo decir que no fue la religión, ni la procesión la que me salvó, sino Cristo el Señor. Él me perdonó, me salvó y me dio la esperanza de la vida eterna.
Si deseas conocer a Dios, lee su palabra, la santa biblia. Pues la fe que salva viene por el oír y el oír palabra de Dios (Romanos 10:17).